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Unas mujeres, en el homenaje a las víctimas de Uvalde.

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En Estados Unidos, las matanzas por tiroteos son un drama que no cesa. El pasado 2 de junio, nueve días después de que un joven de 18 años asesinara a 19 niños y dos maestras en una escuela primaria de Uvalde (Texas), un hombre armado con una pistola y un rifle acabó con la vida de cinco personas en un hospital de Tulsa (Oklahoma).

Un nuevo atentado que, por desgracia, no será el último y que ha reabierto el eterno y siempre estéril debate sobre la permisiva legislación respecto a las armas, en un país con una media de 53 muertos diarios por arma de fuego.

Desde Europa, donde el control de armas para la población civil existe, cuesta entender la devoción de los estadounidenses por armarse hasta los dientes. Una razón que la explicaría es que, en una nación fundada sobre la religión y las pistolas, éstas son parte de su ADN. El derecho a las armas se legitimó en la Segunda Enmienda de la Constitución, redactada en 1791. Dos siglos después, en un país ultraliberal donde los ciudadanos creen que se defenderán mejor ellos mismos que si lo hace la policía, ningún partido plantea derogar esa ley.

Probar pistolas y empuñar rifles

Lo que intenta el presidente Joe Biden es dificultar la compra de fusiles de asalto, argumentando que, con 30 balas por segundo, son armas de ataque, no de defensa.

"Las armas no son las culpables", repiten machaconamente los partidarios de que no haya limitación. Muchos de ellos acudieron a la convención anual de la Asociación Nacional del Rifle, celebrada en Houston tres días después de la matanza de Uvalde para probar pistolas, comparar municiones, empuñar rifles semiautomáticos y oír los dislates de Donald Trump.

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